Libertad de prensa en
Ecuador, y Snowden
Para la mayoría de
medios de la región, la aprobación de la Ley de Comunicación sólo confirma un
autoritarismo que ve en los medios a un enemigo.
Por: Mauricio Jaramillo Jassir* o
El presidente de Ecuador,
Rafael Correa, en Guayaquil, donde se realizó la “Primera cumbre para un
periodismo responsable en los nuevos tiempos”. / EFE
El reto más
significativo que enfrenta Rafael Correa en este segundo mandato tiene que ver
con la polarización frente a la prensa. Para la mayoría de medios de la región,
la aprobación de la Ley de Comunicación sólo confirma una tendencia denunciada
desde hace varios años por la oposición: un autoritarismo que ve en los medios
a un enemigo. Un hecho que contrasta con la generosidad que se ha expresado
frente a figuras como Julian Assange, fundador de Wikileaks, y recientemente a
Edward Snowden, excontratista de la CIA que reveló el plan de espionaje masivo
la Agencia Nacional de Seguridad de Estados Unidos (NSA). Al gobierno
ecuatoriano se le acusa de proyectar una cortina de humo con los casos Assange
y Snowden, para ocultar la precariedad de la libertad de los medios en Ecuador.
No obstante, la
situación ecuatoriana dista de aquel simplismo. Es cierto, el gobierno de
Correa ha atacado sin cesar a los medios, con insultos inéditos de un
presidente para referirse a la prensa. La intimidación a algunos es evidente,
pero en el fondo se trata de impulsar desde el Estado un sistema de información
que sólo puede ser entendido a la luz de los valores que Correa promueve. Sin
que esto signifique comulgar con los ataques contra los medios, injustificables
desde cualquier punto de vista.
Dos fenómenos parecen
explicar e incluso justificar las recientes posturas del gobierno ecuatoriano
frente a los medios. En primer lugar, que mientras el Departamento de Estado de
Estados Unidos critica y señala a algunas naciones del mundo por violar las
libertades en la información, Washington se da el lujo de perseguir
abiertamente a quienes incurren en prácticas que atenten contra su seguridad,
por considerar como amenaza la circulación de cierto tipo de información.
Es decir, el argumento
calcado al que algunos de los regímenes autoritarios apelan para limitar la
libertad de expresión y de información. Con esto en mente, para el gobierno de
Alianza País (partido de Rafael Correa) resulta fácilmente justificable
defender a quienes son perseguidos políticamente por Estados Unidos, que en
dicha situación, como en otras, es presa de sus contradicciones.
A esto habría que sumar
la pobreza de la información en algunos medios del Ecuador y del resto de
América Latina, y en casos concretos, donde se ha confundido la labor de
informar con la del proselitismo político. A su vez, la incursión del gran
capital del cual dependen cada vez más los medios habla de una pauperización
flagrante de la actividad informativa.
En el caso concreto de
este país andino es prudente tener en cuenta la polarización desde la llegada
de Rafael Correa y, concretamente, desde la aprobación de la Constitución de
Montecristi, que modificó drásticamente la relación de fuerzas entre el
Gobierno y el Legislativo. Por años, el Legislativo fue el escenario predilecto
de la oposición, para hacerle contrapeso al Ejecutivo y ejercer el control
político.
No obstante esta
ecuación, necesaria para el funcionamiento de la democracia, el Legislativo
incurrió en excesos, como la polémica destitución de Abdalá Bucaram,
considerada por algunos como ilegítima, ya que jamás se presentó examen médico
alguno que comprobara la locura que sirvió de justificación para su
destitución.
En consecuencia, con la
disolución del Congreso antes de la asamblea de Montecristi y con un nuevo
Legislativo a su favor, resultado de nuevas elecciones, Correa ha dispuesto de
un margen que le permite enfrentarse a los medios de comunicación e incluso,
apoyado en su popularidad, mediar en problemas de terceros en el mundo.
Detrás de todo ello reposa
la idea de un nuevo equilibro entre los medios. La nueva ley, por ejemplo,
contempla una nueva distribución de frecuencias que consiste en 33% para
privadas, 33% para públicas y 33% para comunitarias. De allí que algunas
emisoras comunitarias salieran a apoyar abiertamente la célebre y contestada
Ley de Comunicación. E incluso, que diarios como El Telégrafo apoyaran su
aprobación, en contravía de las líneas editoriales de la mayoría de grandes
medios que se oponen a la ley.
En nada contradice esto
la posición de Carondelet frente a Assange y a Snowden, porque las dos figuras
representan una libertad que desafía el control de la información en las manos
de unos pocos. La diferencia estriba en la escala. Las acusaciones contra éstos
se dan en un contexto global, y las proferidas por Correa contra los medios, en
uno nacional.
El hecho demuestra que
Ecuador aspira a abandonar la categoría de país periférico, por décadas
irrelevante en la vida internacional y sólo célebre por su inestabilidad,
juzgada como crónica por las destituciones de Bucaram, Jamil Mahuad y Lucio
Gutiérrez, que dejaron la imagen de un Estado inviable políticamente.
En contraste, por
primera vez en mucho tiempo Ecuador se involucra en temas internacionales que
hacen eco de las transformaciones que pretende jalonar internamente, sean
viables o no. El proyecto Yasuní-ITT busca acabar con el dilema entre
explotación de recursos y bienestar material. La defensa enérgica de Julian
Assange y Edward Snowden, por otra parte, pretende convertir a Ecuador en el
refugio de aquellos perseguidos por difundir información.
Esto recuerda lo que
significó durante mucho tiempo México, acostumbrado a recibir a los perseguidos
políticos latinoamericanos, y en general de todo el mundo, quienes vieron en el
D.F. un refugio ideal. Porfirio Barba Jacob, Álvaro Mutis, Gabriel García Márquez
y recientemente Fernando Vallejo confirman una tradición moldeada durante
varias décadas, y no de forma súbita. También lo que éstos representaban dista
de lo que Assange y Snowden reivindican. Imposible de equiparar, la comparación
sólo invita a pensar en las nuevas formas de persecución política.
Por ende, el desafío que
enfrenta Correa tiene dimensiones que ni el mismo Gobierno advierte aún. De su
éxito o fracaso puede depender la legitimidad de la denominada Revolución
Ciudadana. Un dato final: de todas las preguntas de la consulta popular de
2011, aquella concerniente a la Ley de Comunicación fue la que menos apoyo
obtuvo, a pesar de contar con la aprobación del electorado. Indicador que
refleja la complejidad de lo que pretende el correísmo.
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