Por:
Arlene B. Tickner
Cincuenta años después de que el papa Juan
XXIII hiciera un llamado a “abrir las ventanas” de la Iglesia católica, el
potencial renovador del Concilio Vaticano II ha quedado truncado.
Benedicto XVI
En especial, la
democratización y la apertura, el acercamiento a los laicos y el compromiso con
la justicia social no se han materializado. Tal vez por ello la Iglesia se
encuentra dividida entre un ala conservadora que se aferra al poder en el
Vaticano y un sector reformista desilusionado con el dogmatismo que se ha
impuesto dentro de la institución.
El empecinamiento
en mantener la prohibición del sacerdocio de las mujeres, de la ordenación de
los hombres casados y de los homosexuales, del uso de anticonceptivos y de la
comunión para los divorciados, entre otras, también la ha distanciado de sus
propios feligreses. La vehemencia con la que el papa saliente, Benedicto XVI,
ha combatido los vientos de cambio se ilustra bien con un pronunciamiento reciente
sobre el Leadership Council of Women Religious, que agrupa al 80% de las monjas
estadounidenses: lo acusó de practicar “perspectivas feministas radicales” y de
violar las enseñanzas de la Iglesia sobre el homosexualismo, la ordenación de
las mujeres y el aborto.
Más grave aún, el
catolicismo atraviesa una profunda crisis de legitimidad provocada por
sucesivos episodios de corrupción y abuso sexual. Si bien los escándalos
financieros son tan antiguos como la Iglesia, en 2012 las revelaciones de los
“vatileaks”, en combinación con la identificación de la ciudad del Vaticano por
parte de Estados Unidos como posible centro de lavado de dinero para
actividades criminales asociadas al narcotráfico, resaltaron el carácter
endémico de la corrupción.
La magnitud de
estas acusaciones obligó a la Santa Sede, que típicamente ha negado su
responsabilidad en cualquier acto ilegal, a comprometerse con el respeto por el
derecho internacional bancario para impedir el lavado de dinero, la
financiación de organizaciones terroristas y la evasión de impuestos. Sin
embargo, el Consejo Europeo dictaminó recientemente que pese a las buenas
intenciones de Benedicto XVI, la Ciudad del Vaticano no cumple con los
requisitos necesarios para estar en la “lista blanca” de países que cumplen con
las reglas de juego existentes.
Algo similar ocurre
con el abuso de menores, cuyo manejo ha evidenciado una combinación de
indiferencia y esfuerzos sistemáticos por ocultar dichos crímenes. A su favor,
el papa publicó en 2010 unas “nuevas normas” que extienden la jurisdicción
temporal de la Santa Sede para juzgar casos pasados de abuso, lo cual es
importante si se considera que en países como Estados Unidos la mayoría se
presentaron entre los años 60 y los 80. Sin embargo, al no establecer la obligación
de reportar a los abusadores a las autoridades civiles estas normas perpetúan
el statu quo. Entre las razones que llevaron a la renuncia de Benedicto también
se especula que hay otro escándalo sexual que involucra a una red de sacerdotes
homosexuales dentro del Vaticano que está siendo sobornada por prostitutas de
Roma.
Por más cáustico
que suene, en cualquier otro lugar del mundo, un Estado anacrónico, corrupto,
pedófilo, sexista, autoritario y sordo ante los reclamos de sus “ciudadanos”
sería tildado de “canalla” (en inglés, rogue state). ¿Por qué los pecados de la
Iglesia católica en Ciudad del Vaticano deben tratarse de otro modo?
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